EL Rincón de Yanka: LA INTERRELACIÓN ENTRE LOS CINCO SEPTENARIOS DEL TESORO DE LA IGLESIA

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jueves, 17 de mayo de 2018

LA INTERRELACIÓN ENTRE LOS CINCO SEPTENARIOS DEL TESORO DE LA IGLESIA



Una reflexión medieval profundamente inspirada en los 5 septenarios del tesoro de la Iglesia

Hugo de San Víctor, famoso maestro medieval, nos dejó unos espléndidos comentarios y sermones, además de su célebre obra Didascalion (Del Arte de Leer). Uno de sus varios opúsculos trata de los cinco septenarios que hay en el tesoro de la Iglesia:
  1. Las siete peticiones del Padrenuestro
  2. Los siete pecados capitales
  3. Los siete dones del Espíritu Santo
  4. Las siete virtudes
  5. Las siete bienaventuranzas
Poéticamente –porque este excelente autor medieval siempre habla con poesía-, él nos explica que los siente pecados capitales son comparables a los siete ríos de Babilonia, que esparcen todo el mal, gota a gota, por toda la tierra, ya que de ellos fluyen todos los pecados. Por eso, recuerda, la Escritura nos dice:
“A orillas de los ríos de Babilonia estábamos sentados y llorábamos, acordándonos de Sión” (Sal 137,1).
Hugo de San Victor pone los pecados capitales en cierto orden lógico, con el objetivo de relacionarlos con las siete peticiones del Padrenuestro. Él ordena así los pecados capitales: soberbia, envidia, ira, pereza o tristeza, avaricia, gula y lujuria.

1 – Soberbia versus “Santificado sea tu nombre” y el don del Temor de Dios
El primer pecado capital, causa primera de todos nuestros males espirituales, es la soberbia. Por ese pecado nos atribuimos a nosotros mismos, a nuestro propio ser, la causa del bien existente en nosotros. Por la soberbia dejamos de reconocer a Dios como Fuente de todo bien. Al hacer esto, el hombre deja de amar el bien en sí mismo para amar el bien sólo mientras exista en él mismo, porque existe en él. De esta forma, el hombre rompe su unión con la Fuente del bien.

Al condenar la maldad del orgullo, el maestro exclama:

“¡Oh peste de orgullo¡, ¿que haces ahí? ¿Por qué persuadir al arroyo a separarse de su fuente? ¿Por qué persuadir al rayo de luz a romper su relación con el Sol? ¿Por qué, sino para que el arroyo, cesando de ser alimentado por la fuente, seque, y el rayo de luz, cortada su unión con el Sol, se convierta en tinieblas? ¿Por qué, sino para que así ambos, en el mismo instante en que cesan de recibir lo que aún no tienen, pierdan inmediatamente lo que ya tienen?”

Y así es que el hombre soberbio, enarbolándose como causa del bien que Dios le dio graciosamente, se atribuye una honra que sólo cabe a su Creador. El soberbio roba la gloria de Dios y, al hacer eso, desencadena sobre sí todos los males. La soberbia, por lo tanto, nos despoja del propio Dios.
Por eso, la primera petición del Padrenuestro suplica que Dios nos conceda la gracia de reconocerlo siempre como la fuente de todo el bien: “Padre nuestro, que estás en el cielo, santificado sea tu nombre”. Es decir: que Dios sea glorificado como causa de todo bien existente en nosotros y en todas sus criaturas.
El arroyo debe ser agradecido con la fuente que lo alimenta. El rayo de luz debe reconocer al Sol como causa de su brillo. Sólo así continuará fluyendo e iluminando.
En la primera petición de la oración que nos fue enseñada por la propia Sabiduría encarnada, rogamos que Dios nos conceda la comprensión y el reconocimiento de su excelencia y trascendencia, y que así, por medio del don del Temor de Dios Altísimo, seamos humildes y curemos la enfermedad de nuestro orgullo.
El orgullo es en nosotros una enfermedad grave que genera siempre otros males y enfermedades. Él nos hacer amar el bien que Dios nos concedió como si fuera nuestro, producido, en nosotros, por nosotros mismos. Es el orgullo que hace que el arroyo se juzgue fuente y el rayo de luz se juzgue sol.

2 – Envidia versus “Venga a nosotros tu Reino” y el don de la Piedad

Cuando el hombre se deja dominar por la soberbia, empieza a amar el bien que recibió no porque está bien, sino sólo porque es suyo. Y, cuando ve el mismo bien existiendo en otro hombre, no lo ama como bien, sino que lo odia porque está en otro. Él querría que ese bien no existiera en el otro, porque considera que ese bien sólo debería existir en él mismo, fuente falsa del bien. Al ver el bien, que consideraba suyo, en otro hombre, el orgulloso se queda triste y amargado.
Esa tristeza amarga se llama envidia, y es la segunda enfermedad que acomete al hombre, el segundo pecado capital.
La soberbia genera siempre la envidia del bien que Dios concedió a terceros. De esa manera, ésta nos separa y despoja de nuestros hermanos, así como la soberbia nos despoja y separa de Dios, nuestro Creador. Y eso es justo, porque, así como el soberbio se deleita incontrolablemente con la dulzura de poseer el bien, también se amarga al ver el bien en el otro.
Cuanto más se vanagloria el hombre soberbio de su bien, más se atormenta con el bien de los demás. La envidia corroe al soberbio y se amarga su vida.
Si el hombre soberbio amara correctamente el bien que le fue dado de manera limitada, amaría sin límite la Fuente de todo el bien, que lo posee infinitamente. Al amar entonces el Bien en sí mismo, él amaría el bien que viera en cualquier otro hombre y se alegraría con la virtud ajena, porque amaría a Dios en el otro.
Fue para combatir este segundo pecado capital que el divino maestro nos enseñó a pedir, en segundo lugar en el Padrenuestro, “Venga a nosotros tu Reino”.

Porque el Reino de Dios es la salvación de los hombres; porque Dios reina en un hombre cuando éste le está unido por la fe y la caridad, con el objetivo de que, en la eternidad, esté para siempre unido a Dios por la visión beatífica.
Cuando pedimos a Dios que Él reine en todas las almas, Él nos concede el don de la Piedad, que nos vuelve benignos, deseando también para los demás el bien que deseamos para nosotros mismos.
La envidia, a su vez, genera en nosotros una nueva enfermedad. Tal como la soberbia nos persuade de que somos la causa del bien que tenemos, y la envidia nos causa la tristeza de ver el bien en los demás, enseguida la envidia nos lleva a considerar que Dios es injusto al dar el bien – que pretendíamos que fuera sólo nuestro – a nuestro hermano.

3 – Ira o cólera versus “Hágase tu voluntad, así en la Tierra como en el Cielo” y el don de la Ciencia.

Consideramos entonces que el Creador reparte mal sus bienes, y que ha sido injusto. Por eso, caemos en cólera contra Él. La ira es entonces hija de la envidia. Ésta nos lleva a rebelarnos contra Dios como justo distribuidor de los bienes.
La soberbia despoja al hombre de Dios. La envidia lo separa y despoja de los demás hombres. La cólera lo despoja de sí mismo, haciéndolo perder el control y el dominio del propio ser. Porque el colérico tiene rabia de Dios, a quien acusa de repartir injustamente sus bienes, y se encoleriza contra sí mismo, porque ve que no posee todo el bien y se da cuenta de sus defectos y limitaciones.
La cólera lleva entonces al hombre a tener rabia de Dios, de los demás y, finalmente, de sí mismo. Con rabia de sí mismo, el hombre, enfermo por el pecado de la cólera, empieza a odiar hasta el bien que tiene en sí mismo.
Por todas estas razones Nuestro Señor puso como tercera petición del Padrenuestro “Hágase tu voluntad, en la Tierra como en el Cielo”.

Es la conformación con la voluntad de Dios que nos permite vencer el pecado de la cólera. Cuando pedimos sinceramente a Dios, en el Padrenuestro, que nos conformemos con su santa voluntad, Él nos concede entonces el don de la ciencia, a través del cual somos instruidos y comprendemos que los males que nos vienen son consecuencia de la justicia y de un castigo misericordioso de nuestros pecados. Comprendemos que debemos aceptarlos con paciencia y no con rebeldía. Y comprendemos también que los bienes ajenos son fruto de la generosa misericordia y justicia de Dios, la cual busca siempre su mayor gloria y también nuestro mayor bien.
El colérico, sin embargo, al no tener el don de la ciencia, no reconoce que merece el castigo que sufre – y se rebela. Quien tiene el don de la ciencia todo lo soporta y es consolado.

Cayendo en esta tercera enfermedad, la de la cólera, el hombre ya no posee, en sí, ningún motivo de alegría ni de consolación. Como no quiso alegrarse por el bien ajeno, el envidioso cayó en la tristeza y en el auto-suplicio de la cólera, que lo flagela después de ser despojado de Dios, del prójimo y de sí mismo.

4 – Tristeza o pereza versus “Danos hoy nuestro pan de cada día” y el don de la Fortaleza

Al no encontrar en sí mismo ni alegría ni consuelo, el hombre colérico cae en la tristeza. Ese era el nombre que los medievales daban a la pereza, porque el pecado capital de la pereza lleva a tener tristeza con el bien que recibió de Dios, visto que esos bienes nos traen obligaciones.
Los pecados capitales anteriores, como hemos visto, hacen que el hombre pierda todo el amor al bien que Dios le ha dado. Entonces, dominado por la ira, él ya no tiene alegría ni siquiera en el propio bien, y este bien le exige el cumplimiento de sus deberes, porque a quien mucho se le ha dado, mucho le será pedido. Desconsolado y triste, el hombre soberbio, envidioso y colérico lamenta las obligaciones que conllevan los bienes que Dios le ha dado y tiene pocas ganas de trabajar en la viña de Cristo. Es de la cólera que nace la pereza o tristeza. El colérico preferiría que Dios no le diera ningún bien, para no tener más obligaciones. La tristeza o pereza ata al hombre a la columna de la inercia y lo fustiga de tristeza.

Ahora, lo que nos da fuerza para trabajar con alegría e incansablemente en la viña del Señor es el pan de cada día. Por eso, para combatir la falta de generosidad en el servicio de Dios, Jesús nos hace pedir en el Padrenuestro: “Danos hoy nuestro pan de cada día”.
Es decir, que Dios nos conceda la gracia y la fuerza necesarias para cumplir nuestros deberes de cada día. Que Dios nos de su gracia y fuerza para cumplir los deberes que éstas nos implican. Y esta fuerza de actuar es la que da al hombre la alegría del deber cumplido.

Con “nuestro pan de cada día” lo que pedimos es el don de la Fortaleza, el cual nos da fuerza y paciencia para enfrentar las dificultades, trabajos y cruces de nuestra vida de cada día. Es el don de la Fortaleza que produce en nuestra alma el hambre y la sed de justicia que necesitamos para ir al cielo.
En la cuarta petición, por lo tanto, pedimos el hambre de justicia y el pan que la sacia.
Y ¿qué río de maldad se genera por la pereza o tristeza?
De la tristeza nace la voluntad de buscar consuelo en los bienes exteriores, porque aquel que no encuentra bien o alegría dentro de sí buscará el consuelo fuera de sí.

5 – Avaricia versus “Perdona nuestra ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden” y el don del Consejo

De la pereza viene, entonces, la avaricia, la codicia desmesurada de bienes materiales. Quien no tiene hambre y sed de justicia tendrá hambre y sed de oro, y hará de la fortuna su justicia. Y en ausencia de consuelo y alegría interiores se sumará la inquietud por la adquisición y la conservación de bienes materiales, que sólo traen falta de paz, inquietud, aprehensión de males y perturbación de espíritu.
La sed de bienes materiales solamente crece poseyéndolos, y el hombre jamás estará saciado por la riqueza. La riqueza es un agua que hace crecer siempre más la sed de ella.
Para combatir esa miseria y esa quinta enfermedad – tan baja – del alma, Cristo nos mandó que pidiéramos, en quinto lugar: “Perdona nuestra ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden”.

Pues es junto que quien no es avaricioso en lo que le deben no se inquiete por lo que debe. El misericordioso con quien lo ha ofendido alcanzará la misericordia para sí. Y cuando pedimos a Dios el perdón por nuestras ofensas, de la misma manera en que estamos dispuestos a perdonar a quien nos ha ofendido, lo que pedimos y recibimos es el don del Consejo.
Por ese don del Espíritu Santo sabemos y tenemos fuerza para ejercer de buen corazón la misericordia a quien nos ofende, y del modo más conveniente, y en la hora oportuna, para hacerles bien a cambio del mal que nos hicieron.

6 – Gula versus “No nos dejes caer en la tentación” y el don de la Inteligencia o Entendimiento

Si el río pecaminoso de la avaricia no es vencido en nosotros por la acción de la gracia, podría nacer un río más lamentable todavía, el río de la gula. Y es lógico que, al buscar bienes inferiores, el hombre seducido por las riquezas – y no encontrando en ellas la verdadera consolación, sino sólo mayor inquietud – busque entonces en un bien inferior, que está en él mismo, aquello que los bienes inferiores externos no le pudieron dar.
El hombre busca el placer de los sentidos y, en primer lugar, el placer del comer, visto que cada hombre, necesitando alimentarse, es tentado por la gula.
Este pecado seduce al hombre y lo reduce a un nivel inferior al de los animales. Ese hombre, que quiso igualarse a Dios poniéndose orgullosamente como causa de su propio bien, cae ahora abajo de los animales, que sólo comen lo que necesitan.

Para combatir este sexto y tan bajo mal, Cristo nos enseña a pedir en la oración dominical: “No nos dejes caer en la tentación”.
Nótese que no se pide no tener la tentación de la gula. Visto que es necesario que el hombre coma, todos los hombres estarán expuesto a la tentación de comer incontrolablemente. La gula explora el apetito natural de subsistir, llevándonos al exceso. Con el pretexto de la necesidad, la gula nos induce a comer irracionalmente.

Por eso, para combatirla, pedimos a Dios, en la sexta petición del Padrenuestro, que nos conceda el don de la Inteligencia. Porque es el apetito de la palabra de Dios que contiene al hombre en la justa medida del apetito del pan material, ya que “no sólo de pan vive el hombre”. Pero sólo entiende eso quien tiene el espíritu de Inteligencia, que hace comprender la superioridad de los bienes espirituales sobre los materiales, haciendo al hombre vencer la gula por el ayuno y abstinencia, y la avaricia acumuladora por la confianza en la Providencia.
Es el espíritu de Inteligencia que clarifica la visión interior del hombre por el conocimiento de la Palabra de Dios, que actúa como un colirio en el ojo de la sabiduría.

7 – Lujuria versus “Líbranos del mal” y el don de la Sabiduría

Seducido por el río lamentable de la gula, el hombre pecador es arrastrado al pantano final, donde queda atorado, sucio y preso: la lujuria esclavizante.
Cuando el hombre se entrega al placer de la gula, su alma se vuelve débil y ya no logra dominar el ardor de las pasiones carnales. Cayendo en la lujuria, queda esclavizado, porque ninguna pasión tiene mayor poder de dominación sobre el hombre que la impureza. Esclavo de los amores impuros, el hombre yace en el servicio al demonio, del que difícilmente se libra, a no ser por la oración y la penitencia.
Este es el séptimo y fétido río de los pecados de Babilonia, del que, en el Padrenuestro, se pide apropiadamente la liberación: “Líbranos del mal”.
Es natural que el hombre esclavizado suspire e implore por su libertad. Y la séptima petición del Padrenuestro nos implora de Dios Altísimo el don de la Sabiduría, que vuelve al hombre realmente libre.
Ahora, la palabra sabiduría tiene la misma raíz de sabor. Movida por la gracia y sintiendo el sabor de la sabiduría, el alma se libera de la esclavitud de los placeres materiales y puede, finalmente, alzar el vuelo para contemplar a Dios.
Por lo tanto, es la dulzura interior y espiritual que da al hombre la fuerza de vencer la voluptuosidad mentirosa de los sentidos.
Sólo entonces, poseyendo la Sabiduría y libre de los pecados, el alma tendrá la paz de Cristo, que no es la paz de este mundo.